La leyenda de la lágrima perdida
Llegaron a mis oídos unas palabras extrañas,
hablaban de magia, de un misterio y un viaje… No pude reprimir mi impulso de
escucharlas y ahora me veo en obligación de contaros, siempre que queráis
conocerla, la leyenda de la lágrima perdida…
Hace ya tiempo, entre estas mismas calles que
ahora pisamos, vivía una familia, no demasiado acomodada, pero muy unida.
Gabriel, un chico de unos doce años era feliz en aquel hogar, con su padre, su
madre y su abuelo. Todo parecía perfectamente normal, o eso pensaba Gabriel. Un
día, su abuelo cayó enfermo, provocando aún más dedicación y cariño por parte
de su familia, que no se separaban de él. Su nieto le hacía siempre compañía,
para que no se sintiese sólo.
Así pasaron las semanas, hasta que una mañana, el
abuelo le pidió a Gabriel que se acercara, anunciándole que iba a desvelarle un
secreto:
- Hijo, te confesaré un secreto que llevo guardando
toda la vida – comenzó ante la atenta mirada del niño – Existe un pequeño
tesoro, escondido en esta ciudad. Se dice que quien lo encuentre, podrá ver
cosas que para otros son invisibles, poseerá la magia escondida en cada calle y
entenderá el secreto de la felicidad. Gabriel, te invito a que encuentres este
tesoro: la lágrima perdida.
Su nieto le miraba con los ojos abiertos como
platos. Iba a preguntar algo cuando su abuelo le hizo callar, sacando un pequeño
saco de debajo de la cama.
- Este saco que ves aquí contiene una pizca de
magia. Úsala bien, pues sólo habrá una oportunidad. La lágrima se encuentra
escondida en la inmensidad, pero sólo tú puedes entender lo que esto significa.
Disfruta del viaje, yo estaré contigo.
Con una sonrisa, el abuelo despidió a su nieto,
quien corrió emocionado en busca de la lágrima perdida.
La inmensidad… era un concepto tan amplio. No
sabía por dónde empezar. De pronto vino a su cabeza la imagen de un gran
jardín, en el que de pequeño iba a jugar con su abuelo. Siempre le había
parecido inmenso, pues, en comparación, él era muy pequeño. Quizás era allí
donde su abuelo quería que encontrase el tesoro.
Llegó hasta él, contemplando la extensión de
árboles y plantas de distintas tonalidades. Pensó que sería imposible encontrar
algo tan pequeño como una lágrima escondido en un lugar tan complejo como ese.
Pero contaba con el saquito de magia que le había regalado su abuelo.
Recordó cómo cuando se perdía un pendiente entre
los pelos de una gran alfombra, la cogían por las puntas, poniéndola en
vertical, sacudiéndola hasta que el pendiente caía.
A lo mejor esta idea funcionaría también con el
jardín, así que abrió el saquito y esparció los polvos dorados por el aire
pronunciando su petición.
La tierra comenzó a temblar, y, con la ligereza
de una pluma, el jardín se despegó del suelo, colocándose perpendicular a él.
Gabriel estaba asombrado, ¿cómo podría haber
ocurrido aquello? ¡No podía ser real!
Del jardín comenzaron a caer algunas piedras,
polvo, hojas secas,… y entre todo esto, distinguió algo brillante. Se lanzó a
por ello. No tenía forma de lágrima, más bien parecía una pequeña pieza de
algo. “Busca en la inmensidad” ponía en uno de sus laterales.
Gabriel decidió continuar su viaje, fascinado por
el jardín vertical que acababa de crear…
Recorría las calles, en busca de algo que pudiese
significar la inmensidad. Caminos, personas, automóviles,… ¿Qué podría ser?.
Caminando, se encontró de frente con un enorme mercado, plagado de alimentos,
productos y gente. Bien podría representar esto la inmensidad. “Mercado de San
Miguel” se leía a la entrada. Buscó por todas partes, entre las verduras, la
carne, el pan, incluso en los vestidos de alguna señora. Abatido por tanta
búsqueda sin resultado se sentó, ya no le quedaba magia que pudiese usar para
encontrar la pieza que faltaba. Miró el entramado de hierros y vidrio que
construía el techo. Era precioso… se quedó embobado. Fijándose bien, descubrió
un brillo colgando de una de las barras. Tenía que ser lo que buscaba, pero
estaba demasiado alto. Exprimió bien el saquito rogando que aún quedase algo de
magia, a la vez que formulaba su petición. La última sacudida desprendió
algunos polvos, lo justo para lograr que la pieza que colgaba del techo se
soltase, cayendo en las manos de Gabriel, quien comprobó disgustado que aún
faltaban más partes, pues la figura estaba incompleta.
Continuó su camino por las aceras de Madrid,
escrutaba cada esquina, se fijaba en cada mínimo detalle, deseando encontrar en
él aquello que buscaba. Entretanto, recordaba conversaciones que había tenido
con su abuelo, con la esperanza de que pudiesen esclarecer un poco el enigma.
En alguna ocasión, había comentado que el conocimiento era inmenso y casi
infinito si nos encargábamos de cuidarlo y alimentarlo, era un universo de
preguntas y respuestas que engrandecen al ser humano. Seguramente esto tendría
algo que ver con lo que estaba buscando, ¿dónde podría hallar conocimiento?
Desde luego los libros eran, desde los tiempos más antiguos, la forma más
importante para almacenar conocimiento. Gabriel conocía una pequeña librería,
que a veces pasaba desapercibida escondida en una esquina. Aquel lugar tenía un
toque mágico y misterioso, siempre le había suscitado curiosidad.
Se dirigió hacia la calle de San Ginés, en busca
de aquel lugar. De nuevo volvió a sentir la extraña sensación que producía
aquel espacio, y se sumergió en el mar de libros antiguos. Al cabo de unas
horas encontró entre uno de ellos otra piececita como las anteriores. Como ya
suponía, la búsqueda no concluía ahí, pues aún no estaba completo.
Continuó con su aventura, dispuesto a descifrar
el enigma que su abuelo le había proporcionado. Recorrió las calles de Madrid,
cruzándose con personas que parecían apuradas por llegar a sus destinos, a
nadie le importaba aquel dinamismo impersonal, formaban parte de una especie de
ejército descolocado con órdenes por cumplir.
El camino le llevó hasta un lugar que rompía con
este estado. Estaba desconectado del resto de la ciudad por miles de años. La
visión de un templo egipcio recortado
por el atardecer captó toda su atención. Sin duda aquel trozo de historia
contenía algo de magia, y una inmensidad de tiempo, épocas, formas de vida,…
que habían acontecido ante su presencia.
Investigó el lugar, la entrada parecía estar
abierta, así que no dudó en adentrarse. La oscuridad húmeda le acogió en un
espacio lúgubre y místico. Tocaba las paredes de piedra buscando algún indicio
que le acercase a encontrar la “Lágrima perdida”.
De pronto, un ruido le sobresaltó. Parecía un eco
lejano, que poco a poco se iba haciendo más nítido, hasta convertirse en el
susurro de una voz femenina, tremendamente aterciopelada.
- Gabriel… Por fin has llegado.
El chico se quedó paralizado, mientras buscaba
con la mirada algo que pudiese generar esa voz.
- Nieto de Hugo el Protector. ¿Acaso estás ya
preparado para ocupar su puesto?
Un débil halo de luz recortó la figura de una
mujer desnuda. Sus pasos eran como una danza fundiéndose con el suelo. Según se
acercaba, Gabriel se percató de que de su cabeza sobresalían unos enormes
cuernos que según ascendían se transformaban en ramas enredadas con algunas
flores.
El muchacho no podía cerrar la boca del asombro,
sólo pudo esperar a que la mujer continuase hablando.
- No queda mucho tiempo Gabriel. Casi todas mis
flores ya han caído y sólo de ellas podrás extraer el néctar que curará a tu
abuelo. Si él te ha enviado a buscarme supongo que no aguantará mucho más.
- ¿Cómo? ¿Mi abuelo va a morir? ¿Y tú eres su
antídoto? ¡Todo es tan irreal! A todo esto, ¿quién eres tú?
- Soy Eríade, ninfa de la inmensidad y el
equilibrio. Protejo desde aquí el conocimiento universal, la historia, el
conocimiento,… y albergo una de las pocas fuentes de magia que quedan hoy en
día. Debemos darnos prisa, busca la vieja Fábrica de Porcelana, allí es el
único sitio donde podremos extraer el jugo de mis flores. ¡Corre, yo te seguiré
entre las sombras!
Dicho esto desapareció y a Gabriel no le quedó
más opción que salir en busca de aquel lugar de inmediato.
Tras una larga búsqueda la encontró, cercana a un
gran parque. El edificio era inconfundible, parecía una tinaja incrustada en la
tierra. Corrió hacia el interior con la esperanza de encontrar ahí a la ninfa Eríade,
cuya presencia había notado en algunas ocasiones a lo largo del camino.
Parecía abandonada, iba a inspeccionar un poco
más el terreno cuando la voz de la ninfa sonó a sus espaldas, asustándole.
- Ya estás aquí. Dame las piezas que encontraste
en tu camino. Son pequeños contenedores de energía mágica, que reaccionarán con
mis flores al introducirlos en ese horno. No tengo tiempo para explicarte el
porqué es tan especial este lugar y sólo aquí puede producirse la
transformación. Algún día lo entenderás todo, al fin y al cabo, serás el
próximo “Protector” al igual que lo fue tu abuelo.
Una sonrisa asomó en su rostro mientras
pronunciaba estas palabras. Cogiendo todos los elementos los introdujo en el
horno, el cual hizo arder pronunciando unas palabras extrañas.
En seguida el fuego tomó fuerza, brillando
intensamente. Eríade volvió a pronunciar unas palabras mágicas que originaron
un gran viento, apagando la hoguera. En el centro de donde habían estado las
llamas apareció una pequeña cápsula, del tamaño de una gota, con un líquido en
su interior.
- Toma Gabriel, esta es la “lágrima perdida”. Cógela y salva a tu abuelo antes de que
agonice.
Gabriel iba a partir cuando vio que la ninfa
comenzó a tambalearse, amenazando con caerse al suelo. A tiempo la cogió evitando
el golpe.
- Eríade, ¿qué ocurre?
- Ya no me quedan flores Gabriel – respondió con
una débil sonrisa – Siglos y siglos, mis flores han contenido mi vida, la cual
guardaba para poder regalar a aquellos que la mereciesen. Tu abuelo me ha
ayudado mucho, y ahora me toca recompensarle.
- Pero, ¿cómo vas a desaparecer? ¡Llevas
existiendo miles de años, el mundo y la magia te necesitan! ¿No hay nada que yo
pueda hacer?
- Mi tiempo ya se acaba. Es mi cometido poder
salvar otras vidas con la mía. Pero si alguien conoce alguna alternativa, sin
duda es Hugo, tu abuelo. Él conoce los misterios de esta ciudad…
Cerró los ojos, pero aún respiraba.
Gabriel la dejó recostada con cuidado. Salió
corriendo de vuelta a su casa. Tenía que curar a su abuelo, y pedirle ayuda
para salvar a Eríade.
Una gran aventura la vivida, y aún podría ser
mayor la que le esperaba. Pero esto ha de ser narrado en otra historia,
escondida en las calles de la ciudad.
Ahora había descubierto el secreto de la lágrima
perdida, y con ella la magia presente escondida en algunos rincones de nuestro
mundo, que no todos tienen la fortuna de conocer.
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